Violencia y confianza
Tal vez el concepto más importante que estudia la teoría del Estado es el monopolio de la violencia que expuso Max Weber. Los ciudadanos, queriendo vivir de manera civilizada, renunciamos a hacer uso de la fuerza por cuenta propia, y le entregamos al Estado el uso legítimo de la violencia confiando en que sea quien, por su diseño institucional, legitimidad y poder, nos permita vivir en paz y tranquilidad al desarrollar nuestros proyectos personales. Para que esto ocurra, es fundamental que los ciudadanos, quienes renunciamos al uso de la fuerza, confiemos en el Estado al que se la cedemos. En Colombia, esa confianza se ha erosionado de manera peligrosa y alarmante.
Juliana Giraldo Díaz confió en el Estado, y su confianza fue traicionada. Cuando iba de camino a comprar repuestos con su esposo, vieron algunos uniformados del Ejército y dieron la vuelta para regresarse. La respuesta de la fuerza pública fue disparar, y una de las balas le pegó en la cabeza a Juliana. ¿Cómo se explica uno que pueda terminar con un balazo en la cabeza por salir a comprar repuestos con su pareja? Y, el agravante: ¿cómo se explica que quien aprieta el gatillo sea alguien que está instituido para proteger a la ciudadanía? La fuerza pública está arremetiendo contra los ciudadanos que debe proteger.
Casos como el de Juliana no son problemas esporádicos o fortuitos. En Colombia se ha visto que el poder y la fuerza pública no han terminado de comprender su rol dentro de nuestra estructura estatal. Lo hemos visto en las manifestaciones, y así lo reconoció la Corte Suprema de Justicia al dictar la sentencia de tutela en la que ordenó al Gobierno acciones frente a la agresión sistemática a la protesta. También lo hemos visto por fuera de ellas, como en el caso de la golpiza de unos policías a un vendedor ambulante de 70 años en cuarentena. Los ejemplos, lastimosamente, abundan. Este es un problema sistemático y estructural, y a medida que pasa el tiempo nos quedamos quietos en lamento recopilando nombres de personas defraudadas violentamente por el Estado: Dilan Cruz, Néstor Novoa, Javier Ordóñez, Juliana Giraldo…
La respuesta del Estado es, cuanto menos, una burla a la ciudadanía. El Ministro de Defensa es un caradura que sin vergüenza alguna desconoce los fallos judiciales, mofándose de las víctimas y de la justicia con actos de perdón falsos y vacíos. Sin el más mínimo rastro de empatía, nuestro Gobierno desconoce a las víctimas y se pone el uniforme de una fuerza pública que está desconectada de la ciudadanía. La sintonía de las autoridades parece estar en otro lado, en un país en el que protestar no es una actividad de alto riesgo y parar en un retén de la policía o el ejército no es un acto de terror. Pero ese no es este país. Acá tenemos miedo, y tenemos miedo de quienes deben protegernos.
La raíz etimológica de la palabra confianza es fides: lealtad, fe. Para que haya confianza en el Estado, debemos tener la convicción que nos estamos sometiendo a una autoridad justa, serena y leal con nosotros. El Estado, en cabeza de este Gobierno, está perdiendo nuestra confianza, y de paso su legitimidad. Nos corresponde a la ciudadanía exigir la autoridad pública de calidad que nuestro acuerdo social requiere, y el Gobierno debe reaccionar ante este llamado. De lo contrario, o el Gobierno queda en nada, o la lista de nombres seguirá alargándose indiscriminadamente.
Sergio Hernández
Estudiante de Derecho y Economía
Tal vez el concepto más importante que estudia la teoría del Estado es el monopolio de la violencia que expuso Max Weber. Los ciudadanos, queriendo vivir de manera civilizada, renunciamos a hacer uso de la fuerza por cuenta propia, y le entregamos al Estado el uso legítimo de la violencia confiando en que sea quien, por su diseño institucional, legitimidad y poder, nos permita vivir en paz y tranquilidad al desarrollar nuestros proyectos personales. Para que esto ocurra, es fundamental que los ciudadanos, quienes renunciamos al uso de la fuerza, confiemos en el Estado al que se la cedemos. En Colombia, esa confianza se ha erosionado de manera peligrosa y alarmante.
Juliana Giraldo Díaz confió en el Estado, y su confianza fue traicionada. Cuando iba de camino a comprar repuestos con su esposo, vieron algunos uniformados del Ejército y dieron la vuelta para regresarse. La respuesta de la fuerza pública fue disparar, y una de las balas le pegó en la cabeza a Juliana. ¿Cómo se explica uno que pueda terminar con un balazo en la cabeza por salir a comprar repuestos con su pareja? Y, el agravante: ¿cómo se explica que quien aprieta el gatillo sea alguien que está instituido para proteger a la ciudadanía? La fuerza pública está arremetiendo contra los ciudadanos que debe proteger.
Casos como el de Juliana no son problemas esporádicos o fortuitos. En Colombia se ha visto que el poder y la fuerza pública no han terminado de comprender su rol dentro de nuestra estructura estatal. Lo hemos visto en las manifestaciones, y así lo reconoció la Corte Suprema de Justicia al dictar la sentencia de tutela en la que ordenó al Gobierno acciones frente a la agresión sistemática a la protesta. También lo hemos visto por fuera de ellas, como en el caso de la golpiza de unos policías a un vendedor ambulante de 70 años en cuarentena. Los ejemplos, lastimosamente, abundan. Este es un problema sistemático y estructural, y a medida que pasa el tiempo nos quedamos quietos en lamento recopilando nombres de personas defraudadas violentamente por el Estado: Dilan Cruz, Néstor Novoa, Javier Ordóñez, Juliana Giraldo…
La respuesta del Estado es, cuanto menos, una burla a la ciudadanía. El Ministro de Defensa es un caradura que sin vergüenza alguna desconoce los fallos judiciales, mofándose de las víctimas y de la justicia con actos de perdón falsos y vacíos. Sin el más mínimo rastro de empatía, nuestro Gobierno desconoce a las víctimas y se pone el uniforme de una fuerza pública que está desconectada de la ciudadanía. La sintonía de las autoridades parece estar en otro lado, en un país en el que protestar no es una actividad de alto riesgo y parar en un retén de la policía o el ejército no es un acto de terror. Pero ese no es este país. Acá tenemos miedo, y tenemos miedo de quienes deben protegernos.
La raíz etimológica de la palabra confianza es fides: lealtad, fe. Para que haya confianza en el Estado, debemos tener la convicción que nos estamos sometiendo a una autoridad justa, serena y leal con nosotros. El Estado, en cabeza de este Gobierno, está perdiendo nuestra confianza, y de paso su legitimidad. Nos corresponde a la ciudadanía exigir la autoridad pública de calidad que nuestro acuerdo social requiere, y el Gobierno debe reaccionar ante este llamado. De lo contrario, o el Gobierno queda en nada, o la lista de nombres seguirá alargándose indiscriminadamente.
Sergio Hernández
Estudiante de Derecho y Economía