La protesta social: un volcán de emociones
Javier Ordóñez fue asesinado por la Policía Nacional el 9 de septiembre de 2020. No murió “como consecuencia de” los choques eléctricos, ni “resultó muerto” después de que unos policías lo golpearan, ni tampoco “falleció en un procedimiento policial”, como han dicho varios medios de comunicación. Lo mataron a punta de brutales golpes en el cráneo y descargas eléctricas prolongadas e intensas. Nada justifica tal uso excesivo de la fuerza por parte de una institución estatal en contra de un civil que, además, estaba desarmado. Durante los días siguientes, la ciudadanía se movilizó en las calles contra el abuso policial; algunas formas de protesta fueron pacíficas y otras recurrieron a la violencia. Estas últimas fueron la respuesta al desamparo del Estado y a la amenaza que representa para la población.
El Estado moderno existe, básicamente, por una razón: proteger a los civiles garantizando el orden entre ellos. Hay un consenso teórico sobre la necesidad de un poder superior que neutralice nuestro instinto de supervivencia individual y que dirima los conflictos desde una posición pretendidamente objetiva, con el fin de permitir la convivencia colectiva. Los humanos firmamos una especie de “contrato social” tácito, a través del cual cedemos gran parte de nuestras libertades individuales a cambio de seguridad, leyes justas e iguales para todos, y el respeto de nuestros derechos. Como parte de este acuerdo, el Estado concentra el aparato de violencia legítima, es decir, es el único que está autorizado para ejercer violencia, pues se entiende como una herramienta muchas veces necesaria para la conservación del orden y del bienestar. Así funciona la sociedad moderna, así la vida social se hace un poco menos impredecible, así tenemos la ilusión de poder salir sin arriesgar la vida, así creemos que un ente grande y poderoso estará ahí para nosotros en caso de necesitarlo.
Entonces, ¿qué pasa cuando, precisamente, es el Estado el que representa un riesgo para sus ciudadanos? ¿Qué queda cuando la institución creada justamente para proteger se dedica a atacar? ¿qué sucede si la violencia legítima no es usada a favor de la sociedad sino directamente en su contra y sin justificación? Pasa que el “contrato social” se rompe: las bases mismas del orden social moderno se resquebrajan. Como consecuencia, la gente sale con miedo, con rabia, indignada, a manifestar su sensación de desamparo, su desconfianza y su dolor; la gente marcha, cacerolea y, si esto no parece suficiente, provoca incendios, da puños y patadas. Las manifestaciones violentas no son un mecanismo racional para pedir cambios o para exigir reformas, sino la reacción inmediata y encarnada (en el cuerpo y por medio del cuerpo) frente a la traición del Estado, que no cumplió con su parte del contrato y convirtió en enemigo a su protegido.
Las erupciones violentas en las protestas políticas son explosiones volcánicas que en vez de lava llevan emociones desatadas y motivadas por un cambio inesperado en el ordenamiento social. Norbert Elias explica que las relaciones políticas se sostienen también por lazos emocionales, aunque la excesiva racionalización de la modernidad quiera minimizar este aspecto y hacerlo pasar por primitivo. Cuando algo modifica las pautas democráticas, cuando el orden se ve alterado de alguna manera, las conexiones emocionales que tenemos con la configuración social se sacuden y nos hacen actuar acorde a la desestabilización que sentimos. Las recientes manifestaciones se deben a que una de las normas fundamentales de la sociedad fue irrespetada por la Policía Nacional, que establece en sus estatutos que “El objeto de su creación es proteger la vida, la integridad física y la seguridad de las personas”, pero que el pasado 9 de septiembre asesinó a un ciudadano sin motivo alguno. La violencia en las protestas corresponde a la reacción emocional y válida de una población herida y vulnerada por parte del Estado; agredida por su propio guardián. Las muertes y los heridos que esta dejó son absolutamente lamentables porque nadie debería perder la vida en esas circunstancias; los saqueos y desmanes camuflados en forma de reivindicación ni siquiera vale la pena mencionarlos.
Así que no creo que las manifestaciones violentas sean medios para fines mayores, no considero que una lógica instrumentalista aplique en este caso, sino más bien diría que son la expresión directa e inmediata de la enorme y justificada aflicción ciudadana ante la barbarie estatal. No son vandalismo, no son salvajismo, no son sabotaje (aunque haya casos aislados que sí). Son un grito de auxilio y de desespero, que sale de las gargantas ahogadas por las 61 masacres que van en el año y la indolencia e indiferencia del Gobierno Nacional al respecto. Son, además, parte de un ciclo interminable si el Estado sigue sin escuchar las peticiones y los reclamos ciudadanos, y en vez de eso, se dedica a responder con más represión. Son, como decía Frantz Fanon, el síntoma de una enfermedad mayor, la evidencia de una patología estructural que indica un malestar profundo y que debe ser atendido lo más rápido posible.
Mariana Andrade
Estudiante de Ciencia Política y Lenguas y Cultura
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El Estado moderno existe, básicamente, por una razón: proteger a los civiles garantizando el orden entre ellos. Hay un consenso teórico sobre la necesidad de un poder superior que neutralice nuestro instinto de supervivencia individual y que dirima los conflictos desde una posición pretendidamente objetiva, con el fin de permitir la convivencia colectiva. Los humanos firmamos una especie de “contrato social” tácito, a través del cual cedemos gran parte de nuestras libertades individuales a cambio de seguridad, leyes justas e iguales para todos, y el respeto de nuestros derechos. Como parte de este acuerdo, el Estado concentra el aparato de violencia legítima, es decir, es el único que está autorizado para ejercer violencia, pues se entiende como una herramienta muchas veces necesaria para la conservación del orden y del bienestar. Así funciona la sociedad moderna, así la vida social se hace un poco menos impredecible, así tenemos la ilusión de poder salir sin arriesgar la vida, así creemos que un ente grande y poderoso estará ahí para nosotros en caso de necesitarlo.
Entonces, ¿qué pasa cuando, precisamente, es el Estado el que representa un riesgo para sus ciudadanos? ¿Qué queda cuando la institución creada justamente para proteger se dedica a atacar? ¿qué sucede si la violencia legítima no es usada a favor de la sociedad sino directamente en su contra y sin justificación? Pasa que el “contrato social” se rompe: las bases mismas del orden social moderno se resquebrajan. Como consecuencia, la gente sale con miedo, con rabia, indignada, a manifestar su sensación de desamparo, su desconfianza y su dolor; la gente marcha, cacerolea y, si esto no parece suficiente, provoca incendios, da puños y patadas. Las manifestaciones violentas no son un mecanismo racional para pedir cambios o para exigir reformas, sino la reacción inmediata y encarnada (en el cuerpo y por medio del cuerpo) frente a la traición del Estado, que no cumplió con su parte del contrato y convirtió en enemigo a su protegido.
Las erupciones violentas en las protestas políticas son explosiones volcánicas que en vez de lava llevan emociones desatadas y motivadas por un cambio inesperado en el ordenamiento social. Norbert Elias explica que las relaciones políticas se sostienen también por lazos emocionales, aunque la excesiva racionalización de la modernidad quiera minimizar este aspecto y hacerlo pasar por primitivo. Cuando algo modifica las pautas democráticas, cuando el orden se ve alterado de alguna manera, las conexiones emocionales que tenemos con la configuración social se sacuden y nos hacen actuar acorde a la desestabilización que sentimos. Las recientes manifestaciones se deben a que una de las normas fundamentales de la sociedad fue irrespetada por la Policía Nacional, que establece en sus estatutos que “El objeto de su creación es proteger la vida, la integridad física y la seguridad de las personas”, pero que el pasado 9 de septiembre asesinó a un ciudadano sin motivo alguno. La violencia en las protestas corresponde a la reacción emocional y válida de una población herida y vulnerada por parte del Estado; agredida por su propio guardián. Las muertes y los heridos que esta dejó son absolutamente lamentables porque nadie debería perder la vida en esas circunstancias; los saqueos y desmanes camuflados en forma de reivindicación ni siquiera vale la pena mencionarlos.
Así que no creo que las manifestaciones violentas sean medios para fines mayores, no considero que una lógica instrumentalista aplique en este caso, sino más bien diría que son la expresión directa e inmediata de la enorme y justificada aflicción ciudadana ante la barbarie estatal. No son vandalismo, no son salvajismo, no son sabotaje (aunque haya casos aislados que sí). Son un grito de auxilio y de desespero, que sale de las gargantas ahogadas por las 61 masacres que van en el año y la indolencia e indiferencia del Gobierno Nacional al respecto. Son, además, parte de un ciclo interminable si el Estado sigue sin escuchar las peticiones y los reclamos ciudadanos, y en vez de eso, se dedica a responder con más represión. Son, como decía Frantz Fanon, el síntoma de una enfermedad mayor, la evidencia de una patología estructural que indica un malestar profundo y que debe ser atendido lo más rápido posible.
Mariana Andrade
Estudiante de Ciencia Política y Lenguas y Cultura
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